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Hace algunos años, cuando visitaba a mi suegra Doña María, a veces la encontraba trabajando en su jardín, lo que me extrañaba mucho porque era una persona ya mayor y con algunas dolencias propias de la edad. Verla con el rastrillo o la pala en la mano se me hacía raro. Cuando la cuestionaba al respecto me decía que aunque ya no tenía las mismas fuerzas de antes, no podía dejar morir sus plantas, “hay que removerles la tierra, ponerles su vitaminas y cuidar que no tengan plagas para que se te den bonitas, si no haces eso, se ponen tristecitas y no te dan flores”. Me decía que su jardín era parte de su vida, que le había costado muchos años de trabajo y esfuerzo, que le servía de entretenimiento: “aquí se me pasa el tiempo muy rápido y me olvido de mis pesares, no me acuerdo de las dolencias y a veces se me olvida que no he comido”.
Después caminábamos alrededor de sus plantas y me hablaba de las Trompetas del Ángel, de las varas de San José, me decía que al geranio le había caído la plaga del algodoncillo “pero verán, ahorita voy a traer la pistola y voy a acabar con ustedes”, decía, ¡y la pistola no era otra cosa que la botella de spray con una jabonadura que ella misma preparaba para combatirlas! También se quejaba de “los bribones caracoles” que le comían los retoños de las begonias. Tengo que confesar que me hacía gracía oírla hablar… ¿Trompetas de Ángel, varas de San José, begonias, geranios? Yo no distinguía una de la otra. ¿Plaga del algodoncillo?: nunca en mi vida había oído hablar de eso. A veces no entendía lo que me decía, parecía que me estaba hablando en un idioma extranjero, pero siempre la escuchaba con atención por el respeto que me merecía. De regreso a la casa me mandaba con unas varitas que cortaba de alguna de sus plantas y a las que llamaba “coditos”; me daba algunos bulbos y una variedad de semillas y -desde luego- las instrucciones de cómo debía plantarlas para que se me dieran.
En ese entonces mis prioridades eran otras, tenía una familia que atender y en mi agenda no había lugar para las plantas, así que todo quedaba olvidado en un rincón del patio. Hoy han pasado los años, Doña María no está más entre nosotros, mi familia creció y se independizó, mi esposo se retiró del trabajo y de pronto me encontré con un tiempo libre entre las manos que antes no tenía y con el cual no sabía qué hacer. Un día, mientras caminaba por el patio, de pronto recordé aquellos “coditos” y semillas que Doña María tan amablemente me regalaba de su jardín, pensé que si hubiera seguido sus instrucciones ya se me hubieran dado “las trompetas” o las varas de San José. Me sentí culpable y me invadieron los remordimientos, entonces ese día decidí que yo también tendría un patio lleno de flores como el de Doña María. Puse manos a la obra, y con la ayuda de mi esposo -ggque tengo que admitir que es mi asistente y mi mano derecha- nos dimos a la tarea de transformar nuestro patio.
Contratamos un albañil que nos construyó una jardinera bastante grande y pronto empezamos a llenarla con una gran variedad de plantas, también empezamos a conocerlas: nos dimos cuenta que hay algunas a las que les gusta más el sol y otras que prefieren la sombra; hay otras que son invasivas y que se extienden tanto que tapan a las que tienen al lado; plantamos unas palmeras y muchas flores de diferentes tamaños y colores que ocupan las macetas que tenemos por todas partes. Una de nuestras hijas nos regaló un gazebo que vino a darle un toque de elegancia a nuestro patio.
Poco a poco hemos transformado aquel patio triste en un pedacito de paraíso que nos mantiene ocupados todo el tiempo. Siempre estamos haciendo algo. Todas las mañanas salgo como un general cuando va a pasar revista a la tropa, con el fusil en la mano -que es la botella de spray con la jabonadura- lista para combatir al enemigo que se atreva a invadir mi jardín; también me molesto cuando los ‘bribones’ caracoles se dan un festín con mis plantas, No ha sido fácil, nos ha costado varios años de esfuerzo y dedicación, pero aquí no hay lugar para la tristeza ni para el estrés: se te olvidan las dolencias y el tiempo se pasa sin sentir, aquí todo es alegría, sentados bajo la sombra de nuestro gazebo vemos pasar las estaciones del año; todas son bonitas pero la que más nos gusta es la primavera porque es cuando hace explosión la jardinera, con una gran variedad de flores de todos los tamaños y colores, unas más fragantes que otras, pero que deleitan nuestros sentidos.
Desde nuestro patio podemos ver el Océano Pacífico y contemplamos unos atardeceres que no le piden nada a los que se ven en esos lugares paradisíacos que existen en otras partes del mundo, y cuando empieza a caer la noche podemos ver -a lo lejos- las lucecitas multicolores que iluminan T. Town, que es como mi esposo le llama a Tijuana que es un pedacito de México. No podemos pedir más. Gracias Doña María por tus enseñanzas, por aquellas pláticas tan bonitas que teníamos en tu jardín: quiero que sepas que ya distingo los geranios de las begonias y ya conozco la plaga del algodoncillo, ahora comprendo perfectamente lo que me decías en aquel entonces porque hoy hablamos el mismo idioma.
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